Es evidente que, durante el sexenio obradorista, llegó a su fin un largo ciclo de lucha radical de las clases subalternas, seguido de la desmovilización y de cierta pasivización, ahondadas por la forma de gobernar de la Cuarta Transformación. A pesar de que la protesta social no cesó durante la gestión de López Obrador, se le hereda a su sucesora una relativa “pax obradorista” (Modonesi, 2024) en la cual la resistencia al gobierno está aislada frente a la nueva hegemonía.
El debilitamiento, la fragmentación y la inorganicidad de las clases subalternas mexicanas han sido parte de un largo y contradictorio proceso producido antes y durante la Cuarta Transformación. En el proceso previo, el agotamiento del antagonismo radical fue en parte producto de las estrategias contrainsurgentes y autoritarias del régimen formalmente democrático, aunque se debió también a la fragilidad histórica de las clases subalternas en México, así como a la imposibilidad de consolidar procesos unitarios debido a múltiples rupturas y contradicciones endógenas de las luchas sociales que limitaron sus alcances e influencia. Otro factor fue la profunda escisión entre lucha electoral y extrainstitucional que redujo la incidencia de las luchas populares en el Estado.
Por otro lado, en la elección y gestión de la Cuarta Transformación, la contracción de las luchas populares se produjo gracias a la fragmentación estratégica de los movimientos sociales ante la vía electoral y al obradorismo; y a una reconfiguración del campo político que canalizó estatalmente parte de las demandas populares y que sustituyó el antagonismo entre las clases subalternas y el régimen de la alternancia, volviendo central la pugna entre la Cuarta Transformación y las fuerzas opositoras institucionalizadas. Finalmente, esa contracción se explica —como hemos desarrollado en nuestra entrega anterior— por el consenso nacional popular de la gestión obradorista, así como por su hábil política hacia las luchas subalternas, que osciló entre la apertura democrática y la estigmatización, entre la subordinación y la deslegitimación, entre el diálogo y la imposición.
Antes de la Cuarta Transformación
La llamada transición democrática no desmanteló al viejo partido de estado, que siempre fue una estructura centralizadora y antidemocrática que asfixiaba e impedía la autoorganización popular, lo cual constituía, como diría Zavaleta Mercado (2009), una “ecuación social” de Estado burocrático fuerte y sociedad civil autónoma débil en México. Desde los años setenta, la emergencia de movimientos independientes se hizo a contracorriente y en competencia de un verdadero “Estado ampliado” (Gramsci, 1970), cuya red corporativa de clientelas, cacicazgos, grupos de choque, guardias blancas, porros y secciones partidarias llegaba a cada comunidad, fábrica y barrio del país.
La insurgencia de numerosos sectores de las clases subalternas fue una democratización radical desde abajo, que, sin embargo, nunca logró arrancarle del todo al viejo régimen autoritario la libertad de organización de los obreros y los campesinos, muchos de ellos atados aún hoy a viejas estructuras corporativas subordinadas al poder del Estado.
El alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994 abrió un ciclo de lucha radical que masificó aún más la movilización social y creó un campo de lucha alternativo a la izquierda partidaria histórica. Esa fase, que se extendió hasta 2006, estuvo integrada además por otras dos rebeliones: la encabezada por la Asamblea Popular de Pueblos de Oaxaca (APPO), en el mismo 2006, y, en menor medida, por la acción armada del Ejército Popular Revolucionario (EPR) y del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI) en Guerrero. Este ciclo, visto en conjunto, representa una oleada de rebelión indígena-popular en el sureste mexicano contra el régimen autoritario —la más importante desde la Revolución mexicana—.
En esas regiones, la fuerza comunitaria y popular habían logrado crear y madurar, a lo largo de varias décadas, organizaciones y proyectos que amalgamaron tanto las necesidades, agravios y exigencias comunales, como proyectos y horizontes de la izquierda radical en procesos de autoorganización e independencia radical del estado autoritario. El movimiento campesindio radicalizado en Chiapas, el movimiento magisterial más organizado del país en Oaxaca, así como larga tradición de la guerrilla recurrente en Guerrero, junto a o los pueblos de la montaña, eran el corazón de “movimientos antisistémicos” (Arrighi, Hopkins, Wallerstein, 1999) —los más importantes del país— que representaban las voces y horizontes de esos sectores comunales-subalternos-radicales.
Las tres rebeliones, aunque en distinta escala, alcance e importancia, detonaron a su alrededor la movilización social, abrieron un camino de lucha radicalizado y, sobre todo, una alternativa a la izquierda de los partidos, específicamente al de la Revolución Democrática. La capacidad de autoorganización de los pueblos y clases populares del sureste mexicano y su acción y discurso radical contrastan con el resto del país, que ante los distintos alzamientos no respondió de manera análoga. La vía antisistémica rebelde difiere también del acelerado gradualismo y automoderación de la izquierda partidaria, encaminada a los pactos de la llamada transición democrática.
Las rebeliones del sureste mexicano cimbraron en distintos modos e intensidades al país, pero no alcanzaron la dimensión nacional. El Estado mexicano, de manera transexenal y transpartido, aplastó, sofocó, contuvo o aisló a los tres alzamientos, frenando la vía radical en el contexto del cambio formal de régimen. En Guerrero, se desató entre 1995 y 2007 una oleada contrainsurgente que, por su masividad y crueldad, reprodujo, en tiempos de alternancia democrática, la guerra sucia del régimen autoritario.
En Oaxaca, es bien conocida la estrategia represiva a gran escala, policiaco-militar-parapolicial y caciquil para sofocar, disolver y desmembrar a la APPO, desmovilizando a las miles de bases sociales que mantenían bajo control colectivo buena parte del Estado en 2006.
Finalmente, el Estado mexicano, desató una sofisticada estrategia contrainsurgente contra el EZLN, de control militar y hostigamiento paramilitar primero, y desconocimiento de los acuerdos de San Andrés después. Esto último implicó en los hechos la expulsión de la transición democrática de los indígenas, ratificada en el Congreso por todos los partidos, al evadir la reestructuración de la relación del Estado mexicano con los pueblos indios mediante el desconocimiento de lo que se había acordado en las mesas de negociación entre el gobierno federal y los zapatistas. Desde entonces, y ante la negativa de la clase política de reconocerle su representación —en alianza con el Congreso Nacional Indígena—, el EZLN fue marginado del escenario nacional, aunque su influencia perduraría, por ser, como dijo en su momento Immanuel Wallerstein, el movimiento antisistémico más importante del orbe.
La alternancia democrática no abrió el campo de la participación más allá de los partidos, y la política instituida, convertida en partidocracia, excluyó a los movimientos insurgentes del cambio político. Esto difiere de otras transiciones democráticas y cambios de régimen, como el de Brasil, donde el acuerdo de apertura política transicional incluyó además la libertad sindical, transformación que en México no sucedió (Ansaldi, 1996). En nuestro país, el control corporativo, que tiene ecos hasta hoy, convive con el sindicalismo independiente, y éste último, no logró articularse en una estrategia o central sindical que permitiera resistir de manera unitaria el embate neoliberal, a pesar de significativos intentos, como la Nueva Central de Trabajadores (NCT) o la Promotora de Unidad Nacional contra el Neoliberalismo.
Esta falta de convergencia entre las distintas alas del movimiento obrero produjo la resistencia en solitario de cada sindicato que fue embestido de manera virulenta por los llamados gobiernos democráticos. La dirigencia minera fue perseguida por el gobierno de Vicente Fox, por lo que acabaría refugiándose en el movimiento obradorista. En el marco de las reformas neoliberales, los electricistas fueron atacados y disueltos por el gobierno calderonista, en una de las acciones más dañinas al movimiento obrero, ya que el Sindicato Mexicano de Electricistas representaba, además de uno de los bastiones de sindicalismo independiente, el principal liderazgo hacia la unidad de los trabajadores y otros sectores populares. Aunque el SME resiste hasta hoy, ciertamente fue virtualmente desmantelado. Por último, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), la organización de trabajadores más importante del país, fue duramente criminalizada durante el peñismo, que buscó ferozmente su desmantelamiento, confrontación que terminó en la masacre de Nochixtlán.
La alternancia mexicana debió ensanchar la libertad de organización, desmantelar las tramas corporativas y terminar con las relaciones autoritarias con los movimientos sociales. Como vemos, en realidad desató, durante dieciocho años, una oleada de persecución, criminalización y contrainsurgencia. Sin embargo, fueron los pueblos indígenas y campesinos los que sufrieron, además de la agresión gubernamental, la violencia de la crisis estatal de seguridad.
Entre 2002 y 2018 emergieron más de ciento cincuenta movimientos comunales y ejidales contra el despojo, las afectaciones ambientales producidas por la minería y la agroindustria y proyectos de megainfraestructura. Muchos de esos movimientos fueron verdaderas irrupciones comunitario-populares masivas, como las de Atenco y La Parota-Guerrero. Algunos otros reabrieron conflictos territoriales históricos entre los pueblos indígenas y el Estado mexicano, como los del pueblo yaqui en defensa del agua o el pueblo wixárika por la protección de sus territorios sagrados.
Esta oleada de movimientos, a pesar de expresarse en prácticamente todo el país, tuvo serias dificultades para construir procesos de convergencia. Ello se debió, en parte, a la enorme precariedad de su base comunitaria, y a su ubicación fuera de los centros urbanos, de la visibilidad mediática y de la agenda política nacional. A pesar de casi una decena de iniciativas de articulación nacional, casi ninguna fructificó. Gramsci plantea que las clases subalternas sufren de la iniciativa de la clase dominante, incluso cuando se rebelan. Éste es el caso.
Los gobiernos subnacionales, herederos de la lógica autoritaria del viejo régimen y sin contrapeso alguno, respondieron a las resistencias territoriales campesindias con todas las viejas formas de hostigamiento, control, subordinación y represión: desde violentos grupos de choque, hasta cientos de órdenes de aprehensión contra líderes y voceros; desde la fabricación de delitos para enmascarar la prisión —hablamos de más de mil cuatrocientas detenciones arbitrarias— (Comité Cerezo, 2018), hasta la división comunitaria mediante la compra de voluntades. Como si esto no fuera poco, desde la presidencia de Calderón y hasta hoy, con la Cuarta Transformación, la violencia generalizada oculta los asesinatos de líderes y activistas comunales que han descabezado o debilitado a decenas de procesos campesindios. Una generación entera de militantes comunitarios ha sido asesinada.
Tanto la represión como la falta de unidad cerraron las vías políticas democráticas para los movimientos sociales en general y para los movimientos antisistémicos en particular. El pacto transicional implicó una diferencia importante entre izquierda partidaria e izquierda social y antisistémica. A pesar de la campaña sucia contra López Obrador y el intento de desafuero —una verdadera intentona autoritaria que rompía con el régimen formalmente democrático—, la violencia vivida desde 1988 y hasta el año 2000, que había resultado en más de quinientos militantes perredistas asesinados, cesó con la alternancia. No fue así en el caso de la violencia contra las expresiones de la izquierda social y antisistémica.
Igual de importante es que el perredismo y luego el morenismo como expresiones partidarias fueran desplazándose hacia el centro político con un programa centrado en la igualdad salarial, las transferencias distributivas y el acceso gratuito a los servicios públicos. Al mismo tiempo, las clases subalternas movilizadas centraron su acción en la protesta política, en la crítica al extractivismo y el neodesarrollismo, en el impulso de la producción agroecológica, en nuevas o actualizadas formas de gestión de los bienes naturales y en el protagonismo popular, campesino e indígena basado en el autogobierno y la autonomía, así como en la construcción de medios libres y comunales, en procesos de educación y salud alternativos y en especial en procesos de autoorganización de base. Así, la escisión programática entre izquierda partidaria e izquierda extraparlamentaria se fue ensanchando de manera simultánea a la emergencia del obradorismo.
Conforme avanzaba la guerra contra el narcotráfico y también crecía de manera paralela el obradorismo, la tensión sobre la vía electoral sometía a presión a muchos de estos movimientos. La reivindicación de independencia frente al Estado y sus partidos en estas fuerzas era la consecuencia de una historia nacional de corporativismo, cooptación y control a la que muchas de ellas se resistieron. Esta postura ferozmente independiente se atizó por ideologías y organizaciones anarquistas, marxistas, autonomistas e insurreccionales. La creciente alianza del movimiento obradorista con sectores, corrientes y candidatos provenientes del Revolucionario Institucional y de Acción Nacional, con trayectorias autoritarias, caciquiles y corrompidas, exacerbó la crítica antisistémica a la izquierda institucional. La división fue absoluta, no sólo entre el partido progresista y la izquierda antisistémica, sino también al interior de los movimientos sociales, que acudieron a la elección de 2018 sin una postura homogénea (Modonesi, González, 2019).
Algunas organizaciones, por ejemplo, habían mantenido vínculos con la vía partidaria y en 2018 se sumaron a la candidatura obradorista. Aunque varias de sus demandas fueron retomadas desde el gobierno de la Cuarta Transformación, también han quedado ciertamente subsumidas y han guardado silencio sobre las contradictorias políticas que en ocasiones las afectaban. Si bien muchas de ellas mantienen su independencia, su estrecho vínculo con el Estado las ha pasivizado, al pausar la protesta social de la que habían sido parte para resistir a otros gobiernos.
Otro sector, ante la disyuntiva de apoyar electoralmente o no a López Obrador —una discusión que podía dividir a sus propias organizaciones—, optó por dejar que sus bases sociales decidieran libremente qué hacer con su voto sin pasar por la deliberación colectiva. Si bien esto permitió muchas veces mantener la cohesión interna, numerosos movimientos carecieron entonces de una posición política clara frente al obradorismo en torno a su caracterización y sus potenciales demandas. Esas bases sociales acudieron entonces a las urnas a votar por López Obrador, abandonando las posiciones críticas que diversas dirigencias sociales sostienen frente al obradorismo.
Finalmente, el polo antisistémico de los movimientos enfrentó con una crítica feroz a López Obrador. Esto terminó por aislarle del apoyo popular del que goza la Cuarta Transformación. Es por supuesto el caso del zapatismo y buena parte del movimiento indígena. Como hemos mencionado, los distintos sectores de los movimientos sociales lanzaron numerosas iniciativas de convergencia, unidad u organización nacional que no lograron fructificar. Las más importantes iniciativas vinieron del EZLN que lo convirtieron así en el principal referente de movilización, agrupamiento, propuesta alternativa, análisis y caracterización del régimen, el neoliberalismo y el capitalismo mundial. Sin embargo, a lo largo de ese ciclo, todas las iniciativas de articulación y construcción de un polo alternativo a la izquierda institucional no prosperaron (CND, MLN, FZLN, Otra Campaña, la candidatura de Marichuy). Sin ningún tipo de agrupamiento nacional, los movimientos antisistémicos no han podido hacer escuchar su voz de manera más influyente, ni confrontar o criticar al obradorismo desde posiciones comunes, ni, en especial, agrupar a las clases subalternas que comenzaron a rebelarse masivamente contra el régimen en una crisis orgánica que terminó trasladando el liderazgo de ese repudio a López Obrador.
Vistos en conjunto, la respuesta represiva y el cierre autoritario del régimen formalmente democrático, la exclusión de los pueblos indígenas de la transición, la débil lucha de clases obrera, la falta de unidad de los procesos sociales, el carácter defensivo obligado de muchas fuerzas sociales, la fragmentación frente a la vía electoral y la confrontación con López Obrador minaron la fuerza de los movimientos antisistémicos y cerraron tanto la vía alternativa que representan como el ciclo de acción colectiva radical por el cual se expresaron.
La Cuarta Transformación y las luchas sociales
El hecho de que la ruta antisistémica o radical se haya obturado malogró la potencial representación de las clases subalternas por sí mismas. En el periodo inmediato previo a la elección donde resultaría triunfador López Obrador, la crisis orgánica del régimen de los partidos de la alternancia hizo estallar el repudio nacional. Sin embargo, agotadas y debilitadas por la represión, fragmentadas sin un referente nacional que les diera voz y aisladas por la confrontación con el obradorismo, las organizaciones sociales y antisistémicas representaron un papel secundario en el mayor ciclo de movilización popular de la historia reciente del país, que va de Ayotzinapa al repudio al gasolinazo; protagonismo popular pocas veces visto con señales claramente preinsurreccionales. Sin embargo, este desbordamiento contra el régimen, en buena medida espontáneo, sin centro rector ni organización, se disolvió rápidamente.
A diferencia del proceso de maduración asambleario en Colombia en 2019, e incluso de la evolución de la demanda de un nuevo constituyente chileno en ese mismo año, en México las multitudes antirégimen no lograron integrarse como un sujeto político por sí mismas, asemejándose más a la Argentina del ¡que se vayan todos! de 2001.
López Obrador se erigió así como único sujeto político y única alternativa ante el régimen y el desastre nacional producido por la democracia de mercado, la partidocracia y la larga secuencia de gobiernos neoliberales. El obradorismo como fenómeno social desbordó entonces a la izquierda histórica partidaria y a la antisistémica, descolocando a los movimientos sociales que habían luchado contra el neoliberalismo autoritario y canalizando el repudio antirégimen que se expresaba en las calles hacia la vía electoral. La vía radical se cerró.
Durante el gobierno obradorista, la situación de polarización política que hemos descrito en entregas anteriores encerró a los movimientos sociales en la misma dinámica que atrapó a otras izquierdas y luchas sociales a lo largo del continente frente a los gobiernos progresistas. La disyuntiva entre apoyar o confrontar al gobierno de la Cuarta Transformación corre para los movimientos el riesgo de, por un lado, quedar agrupados junto a los opositores de derechas al obradorismo, pero, por el otro, el apoyo a ese gobierno fácilmente puede producir su cooptación, además de ocultar las profundas contradicciones del modo de ejercer el poder por parte de la Cuarta Transformación. La presión constante desde la presidencia para apoyar a uno u otro bando cerró casi toda posibilidad de una tercera posición desde la izquierda.
La atomización de las multitudes obradoristas y el debilitamiento de los movimientos antisistémicos es también, por tanto, base de la hegemonía obradorista, que no enfrenta disidencias sociales desde abajo que pongan en riesgo su legitimidad y forma de gobernar.
Como toda hegemonía, la Cuarta Transformación incorporó y cumplió parcialmente demandas generalizadas de las clases subalternas (protección estatal, redistribución salarial, dignificación simbólica de las clases populares), pero también exigencias históricas específicas de ciertos pueblos y movimientos sociales. Tenemos así que durante su gobierno, López Obrador abrió el diálogo y la interlocución con varias fuerzas campesinas y de los trabajadores reconociendo así implícitamente la representatividad que les negaron gobiernos anteriores. Esto no es menor, pero es una apertura democrática limitada. En algunos casos el ahora expresidente cumplió enteramente sus demandas, abriendo además el campo político como en el caso de los pobladores de Atenco; en otras, con retórica y cambios importantes pero insuficientes, quiso responder dando gato por libre a las demandas sociales, como en la lucha docente de la CNTE.
La Cuarta Transformación pacta apoyos sociales con numerosos pueblos indios, aunque deja en lugar secundario la autonomía y los derechos territoriales, lo que tensa y hasta divide a las propias comunidades, cuya posición frente al gobierno es difícil de unificar por las lógicas contradictorias con las que se relaciona con ellas.
La 4T logró además el beneplácito de muchos sindicatos y de buena parte de la clase trabajadora sin organización gracias a los aumentos al salario mínimo pactados con los empresarios. Al mismo tiempo, hay señales preocupantes de reactivación de pactos corporativos de numerosas fuerzas sindicales, que no se han democratizado pero que ahora apoyan a la Cuarta Transformación. A su vez, los cambios promovidos en la legitimación de los contratos colectivos —una oportunidad única para desplazar y sustituir representaciones antidemocráticas y charriles— fue desperdiciado por la mayoría de las organizaciones y movimientos de trabajadores, haciendo evidente la débil movilización obrera por la autonomía sindical, ya que sólo algunos núcleos de trabajadores lograron la histórica sustitución de las viejas representaciones del régimen.
Frente a esta política de apertura democrática limitada frente a las luchas sociales, la otra cara de la Cuarta Transformación es un cierre al reconocimiento de la legitimidad de sus opositores de las clases populares y el impulso de dispositivos de imposición de decisiones, mediante el uso y la movilización política de sus seguidores contra las resistencias a sus proyectos. Aunque las consultas populares, en los casos del proyecto aeroportuario de Texcoco y de una cervercera en Mexicali, resultaron en decisiones a favor de los movimientos opositores, el diseño unilateral y arbitrario de las consultas desde la presidencia fueron usados contra los pueblos opositores al Proyecto Integral Morelos, el tren interoceánico y el Tren Maya. Así, la legitimación de los proyectos de megainfraestrucura de la Cuarta Transformación aplastó con mayorías de votantes a los pueblos movilizados, algo sumamente grave.
López Obrador usó además la misma estigmatización discursiva que atizó contra la derecha en sus enfrentamientos con los movimientos feministas, de derechos humanos y ambientalistas. El descrédito como estrategia de aislamiento y neutralización política contra todos esos movimientos tuvo serias repercusiones en la desmovilización y el escaso apoyo de las bases obradoristas a causas legítimas que fueron convertidas, en la narrativa obradorista, no sólo en aliadas de las derechas, sino incluso parte de conspiraciones internacionales.
El caso más grave es la campaña de descalificación contra colectivos de madres buscadoras y de los padres de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Como fruto de su alianza gubernativa con los militares y del cumplimiento de sus demandas —según hemos visto previamente— López Obrador descarriló las investigaciones luego de un cambio radical de postura ante el movimiento por los desaparecidos. La búsqueda incesante de desprestigio de las organizaciones defensoras que acompañan a los padres de los 43 cumplió el objetivo de ocultar el fin de las investigaciones y la protección al ejército, debilitando la movilización que exigía el cumplimiento de la palabra empeñada por López Obrador. Es este quizá la relación más oscura con los movimientos que hubo en el sexenio. En todos estos casos, López Obrador usó toda su legitimidad y credibilidad para neutralizar las protestas de quienes, sin poder, fama o dinero, le exigían una respuesta como gobernante.
Por último, aunque la oleada abiertamente represiva del peñismo no se repitió en el gobierno de López Obrador, esto no implica que no se realizaran acciones represivas o no se haya usado la coerción contra los movimientos sociales. La utilización de la guardia nacional en violentos desalojos en la ocupación de Bonafont por los pueblos cholultecas, los ataques de grupos de choque y de las policías a los habitantes de Xochimilco en defensa del agua, la criminalización focalizada a activistas opositores al proyecto transístmico y, aún más grave, los asesinatos en Perote a los opositores de las contaminantes Granjas Carroll, muestran tanto la cara autoritaria de ese gobierno como la casi nula reacción social ante dichos acontecimientos. (M. de Oliveira, Pineda, 2024)
Si comprendemos la complejidad del cierre del ciclo de lucha radical antes de la Cuarta Transformación y la debilidad de las clases subalternas para crear un referente a nivel nacional que logre expresar sus proyectos y demandas, podemos entender la enorme disgregación e, incluso, disolución de la izquierda antisistémica tal y como la conocíamos ante el gobierno de la Cuarta Transformación. Podemos además entender que la ambivalente y hábil política obradorista y el nuevo contexto nacional, donde el conflicto central ya no es el de los movimientos sociales frente al Estado sino el de la Cuarta Transformación frente a sus adversarios, erosionan las condiciones de autoorganización, movilización y proyecto alternativo desde abajo. El consenso nacional popular, formado con base en el obradorismo popular y la nueva forma de gobernabilidad de la 4T, ha transformado a varias de las luchas de las clases subalternas, otrora masivas, en minorías sin influencia ni poder de impugnación. Es esa hegemonía de las grandes mayorías, aislando a las luchas populares, la que reina por ahora en este país.
Legado obradorista y fin de ciclo
A lo largo de tres entregas, hemos revisado cómo el legado obradorista ha implicado el fin del régimen de partidos y la crisis de la derecha tal y como la conocíamos, y la manera en que la constitución de una nueva hegemonía, basada en los acuerdos y subordinación a Estados Unidos, la alianza con los militares y el tenso acuerdo con los grandes capitales en México permiten la gobernabilidad de la Cuarta Transformación. Sin embargo, la fuerza popular del obradorismo es la base para negociar con esos actores con base en el consenso nacional popular logrado por el expresidente López Obrador, el cual ha implicado el cumplimiento de las demandas de la mayoría de las clases subalternas que exigieron el fin del régimen partidocrático y corrupto de la alternancia, y el regreso de un estado protector y redistribuidor ante la crisis social que había creado la enorme masa de víctimas del neoliberalismo. Hemos dicho también que el gobierno de López Obrador ha implicado un proceso de dignificación e inclusión simbólica de las clases subalternas, despreciadas en los anteriores gobiernos, así como una forma de representación política que las integra en un proyecto nacional popular que las vuelve el protagonista del nuevo régimen. Hemos argumentado el cierre de la vía alternativa a los partidos, como producto de la represión, la continuidad autoritaria y los errores en la dirección de los movimientos sociales y antisistémicos: una crisis de la lucha social, profundizada por la hábil política obradorista y la frágil condición de los movimientos de las clases subalternas.
Esta contradictoria y compleja situación política que deja el primer gobierno de la Cuarta Transformación no admite simplificaciones ni reduccionismos. Una mala lectura y caracterización de las formas de regulación política del obradorismo puede aislar aún más a los pueblos o postergar la necesaria recomposición y reestructuración de las clases subalternas en México. Después de los seis años de gobierno obradorista, son cada vez más las voces desde las organizaciones independientes que logran identificarlo no como una reproducción de los gobiernos neoliberales, pero tampoco como uno que represente todas sus demandas y horizontes. Comprender la radical reconfiguración política del obradorismo es indispensable para los pueblos, comunidades y organizaciones de los de abajo.
Aunque por ahora reina el consenso nacional popular, varias señales de un potencial nuevo ciclo de lucha están emergiendo. La recomposición de clase que está transformando aceleradamente al campesinado en jornaleros debilita a las comunidades por un lado, pero crea condiciones extremas de explotación laboral que tarde o temprano terminarán por estallar, como lo hicieron en su momento en San Quintín. El movimiento 20/32 de más de 40 mil maquiladoras, aunque efímero, anunció nuevas formas de luchas de las trabajadoras más precarizadas. La integración de la Alianza por la Libre Determinación y la Autonomía (ALDEA), que reúne a más de un centenar de organizaciones, pueblos y comunidades indígenas, permite ver la renovación y reagrupamiento de las luchas campesindias. Las autonomías zapatistas y en Cherán, pero también los avances de nuevos procesos de tintes autonómicos en Oxchuc o Ayutla de los Libres, muestran la fortaleza de las vías políticas alternativas en medio de la adversidad y la potencia emancipatoria comunitaria.
Los procesos sociales no se detienen. El viejo topo continúa su tarea. Un ciclo histórico se ha cerrado. Pero las nuevas y emergentes formas de acción política de las clases subalternas, aunque de manera soterrada hoy, indican, al parecer, que la lucha está lejos de haber terminado.
Referencias
Arrighi, Giovanni, Hopkins, T.K. y Wallerstein, I. (1999). Movimientos antisistémicos. Akal.
Ansaldi, W. (1996). “Continuidades y rupturas en un sistema de partidos políticos en situación de dictadura: Brasil, 1964-1985”. En Dutrenit, Silvia (coord). Diversidad partidaria y dictaduras: Argentina, Brasil y Uruguay. Instituto Mora.
Comité Cerezo. (2018). Defender los derechos humanos en México. El sexenio de la impunidad. Informe junio de 2017 a mayo de 2018.
Gramsci, A. (1970). Antología. Siglo XXI.