Al concluir el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y con el rotundo triunfo de Claudia Sheinbaum, se ha completado la reconfiguración política en México hacia una nueva hegemonía, lo que consolida la disolución del bloque hegemónico anterior. Al mismo tiempo se ha producido el aislamiento e invisibilidad del campo de las luchas sociales, fragmentado y debilitado desde antes de 2018. A lo largo de tres entregas, abordaré cada uno de estos procesos que han significado un vuelco en la vida política mexicana.
El fin del sistema de partidos de la alternancia es una consecuencia directa de cómo dichas fuerzas socavaron las bases de su propia renovación, lo cual abrió el camino a la ola de rechazo popular que López Obrador logró encabezar. La crisis del PRI y del PAN, que permitió el contundente triunfo del obradorismo en 2018, se ha vuelto crónica y, quizá, terminal, al profundizarse durante el sexenio que termina y con el resultado electoral de 2024.
Lo anterior se debe a una acumulación contradictoria de factores: 1) la crisis hegemónica derivada del peñismo; 2) la total incapacidad opositora para enfrentar, durante el sexenio, el “jacobinismo obradorista”, cuyo antagonismo profundizó el descrédito de las fuerzas políticas de derecha; y 3) el agotamiento del horizonte neoliberal, un modelo que, aunque relativamente agonizante, ha dividido a las fuerzas políticas, no sólo en México, sino en todo el mundo, empujando a algunas de ellas hacia la extrema derecha. Revisemos cada uno de estos factores.
La crisis hegemónica
Los tres gobiernos de la alternancia en México —los de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto— llevaron al país a una crisis generalizada que podemos centrar en tres ejes. En primer lugar, estos gobiernos profundizaron la desigualdad por medio de una reestructuración de la riqueza sin precedentes. Durante el periodo 2000-2019, la distribución del ingreso en México favoreció de manera desproporcionada al 1% más alto de la población, alcanzando una concentración de riqueza del 28%, un nivel equivalente al de Chile, que ocupa el primer lugar de mayor concentración de la riqueza entre 21 economías estudiadas de América Latina. (Ramírez y Guijarro, 2023). En términos de concentración de ingresos en el 10% más rico, México, en ese periodo, se ubicaba en segundo lugar en Latinoamérica, con un 59%, sólo superado por Chile (60%) y seguido de cerca por Brasil (56%).
Los gobiernos de la alternancia no sólo enriquecieron a los sectores más acomodados de manera desproporcionada, sino que consolidaron un Estado orientado al beneficio empresarial, tanto nacional como extranjero, en detrimento de las clases populares. Esta desigualdad se experimentó como precariedad material, acompañada de un sistema de justicia y una administración pública que priorizaban los intereses de los poderosos. En este contexto, el Estado fue visto, por una amplia mayoría, como protector de los sectores privilegiados, al tiempo que abandonaba a los más vulnerables, dejándolos a su suerte frente a la salvaje competencia del mercado. Es por ello que el gobierno obradorista, con su política de un regreso —a veces más bien simbólico— del Estado protector y redistribuidor, a fin de afrontar, aunque fuera parcialmente, la crisis social producida por el neoliberalismo, ha causado una enorme adhesión y apoyo entre un sector mayoritario del electorado.
En segundo lugar, es necesario hablar de una profunda crisis de representación, relacionada con la manera en que los gobernantes de los tres partidos que componían el sistema electoral eran percibidos por el electorado. Las acusaciones y órdenes de aprehensión por lavado de dinero, delincuencia organizada, abuso de poder, peculado, desvío de fondos y vínculos con el narcotráfico contra gobernadores como los Duarte (en Veracruz y Chihuahua), Yarrington (Tamaulipas), Padrés (Sonora) y Granier (Tabasco) erosionaron la confianza en la clase política, considerada como rapaz, despótica e incompetente. Asimismo, la represión y persecución contra trabajadores, campesinos, estudiantes y periodistas llevadas a cabo por gobernadores como Ulises Ruiz (Oaxaca), Mario Marín (Puebla), Silvano Aureoles (Michoacán), Graco Ramírez (Morelos) o Ángel Aguirre (Guerrero) cuestionaron la legitimidad de estos líderes, que gobernaron como caciques sin contención, contrapesos ni límites, reproduciendo localmente el autoritarismo del viejo régimen.
A esto se sumaron los episodios de ostentación de riqueza y poder por parte de la clase política: aviones presidenciales, lujos familiares, fiestas exclusivas con empresarios, video escándalos de diputados conservadores en bares de table dance, apariciones de políticos en revistas de celebridades y escándalos por ropa costosa, viajes lujosos o uso de autos deportivos y yates. Todo lo cual alejó progresivamente a la clase política del apoyo popular que anteriormente se había manifestado mediante el voto.
El gobierno de López Obrador logró restablecer el vínculo con los ciudadanos, proyectándose como una figura cercana y distinta a las élites partidarias de los gobiernos anteriores. La austeridad republicana y el símbolo de la figura del presidente como representación de las clases populares restituyeron, para muchos, la sensación de representación y el vínculo de los gobernados con la presidencia. Así, la pérdida de legitimidad en el sistema de partidos anterior derivó en un aumento de apoyo hacia Morena y, en menor medida, hacia Movimiento Ciudadano, dando pie a un posible escenario bipartidista.
Por último, tenemos una verdadera crisis de Estado, si la entendemos como una situación en donde las funciones estatales básicas no pueden llevarse a cabo, entre ellas las de seguridad, pero no sólo por la violencia desatada a raíz de una guerra fallida contra el narcotráfico, sino también por el estado crítico del sistema penal, el colapso de las policías locales y estatales, la incapacidad de la Fiscalía General de la República y la colusión del crimen organizado en numerosas estructuras estatales que van del Ejército a los responsables de la seguridad nacional. Ante un escenario así, la zozobra ante la violencia y el crimen agotó la paciencia del electorado, que responsabilizó, lenta y progresivamente al pasar los años, a Felipe Calderón por el desastre en materia de seguridad y corrupción. La derrota en una empresa de tal magnitud terminó de erosionar la confianza en la autoridad de los presidentes y ex presidentes de manera dramática. En el caso de Enrique Peña Nieto, el momento más álgido llegó con el caso Ayotzinapa, el cual provocó una ola nacional de repudio ante el evidente involucramiento de actores del Estado en la desaparición de los 43 normalistas.
Aunque López Obrador intentó afrontar esta situación, su gobierno en realidad sólo legalizó y profundizó la militarización como eje de gobernanza, un camino ya adoptado por sus predecesores ante el colapso de buena parte de la institucionalidad estatal. La crisis de Estado perdura y ha sido heredada a la nueva presidenta.
La triple crisis —social, de representación y de Estado— desembocó en una crisis hegemónica. Gramsci la caracteriza como una crisis de consenso, de autoridad y de mando. Una crisis de liderazgo. La desmesura neoliberal se debió a la expulsión de las clases subalternas, en especial de los pueblos indios, del proceso transicional a la democracia, y a la debilidad histórica de las clases subalternas en México, así como a la mano dura para sofocar las rebeliones indígenas y populares de Oaxaca, Chiapas y Guerrero, y a otros sectores en resistencia como profesores, mineros y electricistas. Aunque sobre ello profundizaremos en una próxima entrega, el bloque hegemónico representado en la articulación de los partidos neoliberales, las oligarquías y los grandes capitales, apoyados por buena parte de los medios de comunicación, no tenían ya miedo alguno de los pobres o de los trabajadores. Ejercieron por tanto un poder sin límites con la triada de despotismo, rapiña e incapacidad que llevaron hasta sus últimas consecuencias. En otras partes de América Latina, el ejercicio del “liberalismo autoritario” (Chamayou, 2022) ha derivado en estallidos sociales; en México, el respaldo electoral a Morena en 2018 sirvió como válvula de escape para expresar el descontento. Sin embargo, las fuerzas políticas tradicionales no admitieron la magnitud de su declive después de los seis años de gobierno de López Obrador y acabaron por profundizar aún más su hundimiento.
Jacobinismo obradorista
A la crisis hegemónica general se suma la interna de los partidos, que son mutuamente determinantes. En 2012, tras doce años en el poder, Acción Nacional perdió más de tres millones de votantes. Para 2018, esa cifra ascendió a más de seis. Al concluir el mandato de Calderón, se desató una pugna interna por el control del partido que aún no ha finalizado. Esto confirma el vaticinio de Carlos Castillo Peraza, quien, tras el triunfo del PAN en el 2000, advirtió: “Cuando esto termine, habremos ganado el poder y perdido al partido”. La pugna entre facciones desinstitucionalizó al partido, o viceversa. De cualquier modo, ambos fenómenos parecen secundarios ante el problema principal: cómo liderar un partido cuyo rechazo popular iba en aumento, mientras el expresidente Calderón trataba de mantener su influencia. (Solano, 2022).
El PAN evadió este tema crucial durante doce años, desde la salida de Calderón hasta el juicio y condena de su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en Estados Unidos, por vínculos con el narcotráfico. La falta de una ruptura pública con el calderonismo fue el maquillaje de un conflicto profundo, procesado como una lucha intestina y soterrada, hasta que la condena de García Luna obligó a la dirigencia del PAN a reconocer el daño infligido por el expresidente Calderón.
Mientras tanto, en el PRI, la oleada de autocríticas públicas que surgió tras su caída en 2018 fue silenciada por un proceso de centralización autoritaria en la dirigencia de Alejandro Moreno (“Alito”). La pérdida de más de diez millones de votantes reflejó una desalineación radical que presagiaba una rápida fragmentación e incluso una posible disolución del partido. Dirigentes priistas pidieron una renovación urgente, un reconocimiento de la crisis, e incluso una disculpa al pueblo mexicano. Sin embargo, nada de esto ha ocurrido. La centralización autoritaria de Alito impidió los cambios que el partido necesitaba desesperadamente.
En ese sentido, ambos partidos, si bien por motivos distintos, fracasaron en su intento de reformarse o refundarse, y su profunda pérdida de credibilidad fue, en los hechos, negada o evitada.
Quien sí supo capitalizar ese escenario fue Andrés Manuel López Obrador. El expresidente no sólo comprendió la caída de los partidos tradicionales, sino que alimentó la indignación popular mediante una constante estigmatización de sus adversarios. Con sus conferencias diarias (“mañaneras”), utilizó la plataforma presidencial no sólo como un vehículo de propaganda, sino como una nueva forma de gobernanza por medio del discurso. Jacobino y flamígero cuando se trataba de sus adversarios políticos, franciscano y redentor cuando se trataba de miembros de esos mismos partidos que migraban al oficialismo, Obrador puso contra las cuerdas a la oposición y alentó muchas veces la división interna de los opositores.
A lo largo de sus 3,173 horas de conferencias —el equivalente a 132 días continuos (Signa Lab-ITESO, 2024)—, López Obrador mantuvo una narrativa en la que asociaba insistentemente a la oposición con la corrupción, palabra enunciada 10,475 veces. Calderón fue mencionado 2,995 veces, Salinas de Gortari, 2,141, Peña Nieto, 1,068, Vicente Fox, 1,476 y Zedillo, 915. (Rodríguez, 2024) Este discurso no sólo mantuvo viva la indignación generada por la crisis a la que llevaron esos gobiernos, sino que impuso una polarización entre los “conservadores” y la 4T que obligó a todo el país a elegir entre estos dos polos, y le quitó además todo protagonismo a los opositores.
El linchamiento simbólico en las redes sociales por parte de los seguidores obradoristas (reales, comprados o automatizados) para amplificar estos discursos y atacar a la oposición, generó una agotadora e incesante batalla mediática, la cual dejó a la oposición descolocada. El ataque de la oposición al presidente, centrado en fake news y en granjas de bots, resultó aún más contraproducente, pues profundizó su descrédito por el uso evidente de tácticas sucias para golpear al obradorismo.
López Obrador, además, enfocó sus críticas en los “intelectuales orgánicos” del régimen anterior. Como si fuera un lector de Gramsci, desató varios ciclos de lucha discursiva contra los centros de legitimación de gobiernos anteriores: periodistas, académicos y sociedad civil ligados “orgánicamente” a aquellos. Aunque las polémicas presidenciales en ocasiones fueron una respuesta defensiva ante ataques, críticas y campañas negras dirigidos contra su gobierno, observadas en su totalidad revelan no sólo respuestas aisladas, sino una estrategia incisiva en la lucha por la credibilidad. En este ámbito, el presidente salió victorioso, neutralizando, conteniendo, aislando o incluso derribando simbólicamente a esos núcleos de pensamiento vinculados tanto al liberalismo y la derecha como a ciertos referentes de izquierda.
El constante hostigamiento al gobierno de López Obrador por parte de los medios hegemónicos, en batalla contra el presidente y su intención de controlar la narrativa desde sus conferencias matutinas, produjo una discusión pública sin precedentes, aunque en ocasiones degradada. Sin embargo, en medio de esta polarización, se reveló algo más profundo: la caída del marco ideológico tanto de los partidos de oposición como de sus “intelectualidad orgánica”. El debate, que muchas veces se asemejaba a un diálogo de sordos, dejó al descubierto que buena parte de las ideas hegemónicas, las cuales servían como base para la autoevaluación de los gobiernos de la alternancia y para interpretar la realidad nacional, estaban ahora en entredicho e incluso en franca retirada.
Y es que el marco hegemónico neoliberal había establecido al mercado como la “nueva razón del mundo” (Dardot y Laval, 2013), con el emprendimiento, el gerencialismo, las soluciones de libre mercado, el Estado mínimo y el individualismo como el sentido común. Así, la economía dominante otorgaba legitimidad a muchas de sus tesis y modos de interpretar lo social. A su vez, la ciencia política liberal hegemónica ofrecía las certezas sobre el carácter del régimen y su calidad democrática. No obstante, al igual que la economía hegemónica no pudo prever el colapso financiero de 2008, la ciencia política tampoco logró anticipar la ola continental de rechazo popular hacia las democracias procedimentales y minimalistas promovidas por el neoliberalismo, incluida la mexicana.
Sin embargo, mientras el país se consumía en la triple crisis ya descrita, los indicadores macroeconómicos y de calidad democrática parecían reflejar un enorme éxito neoliberal. Esta desconexión abismal entre la realidad y los indicadores de “buen gobierno” liberales —simbolizados por la portada de Time con Peña Nieto bajo el título “Salvando a México”— es muestra de cómo la reproducción acrítica, endogámica e ideológica del paradigma neoliberal, basada en cánones estadounidenses, había creado un universo propio donde el país navegaba viento en popa. Tal disociación cognitiva es la mayor señal de pérdida de liderazgo, ya que la incomprensión de las clases subalternas, de sus necesidades, demandas y anhelos, es una escisión simbólica intolerable para una construcción hegemónica.
Esta disociación explica, por un lado, la reacción antiplebeya y antipopular de los partidos opositores y la comentocracia ligada a ellos, así como la estrategia que siguió la oposición a la cuarta transformación durante todo el sexenio.
El rechazo, aversión y desprecio de las élites hacia las bases sociales del obradorismo, la cual revelaba una profunda aporofobia y un pánico ante la “tiranía de las mayorías”, no sólo fue la develación de un ethos cultural clásico de las derechas y el liberalismo: fue también muestra de la incomprensión absoluta del protagonismo social y la emergencia política de los pobres, que irrumpieron electoralmente en abierto rechazo a la partidocracia. Por cierto que esa emergencia “plebeya” (contradictoria, limitada y evidentemente subalterna) tampoco ha sido comprendida por parte de la izquierda antisistémica y radical.
Esta grave falta de lectura política sobre el tipo de gobierno que es y el respaldo popular con que cuenta la Cuarta Transformación llevó a la oposición a una estrategia de acción y respuesta contra el obradorismo que fue, durante todo el sexenio, un despropósito. La disociación cognitiva, intelectual e ideológica opositora diseñó una ruta de acción política para afrontar a una de las peores dictaduras o gobiernos autoritarios y no a un gobierno popular y legítimo sin reformas radicales, como lo es la Cuarta Transformación. Así, su estrategia se basó en la no cooperación, el boicot, la denuncia nacional e internacional, la protesta masiva callejera (a la que poco o nada había recurrido la derecha) y la huelga o el paro legislativos. Su desorbitada acción los presentó como una oposición altisonante y poco convincente que usaba además numerosas formas de clasismo y racismo para evadir y desestimar el apoyo popular del obradorismo.
Y es también esta aguda ausencia de una lectura política lúcida lo que llevó, especialmente a Acción Nacional, a admitir una fusión catastrófica con el Revolucionario Institucional. Las alianzas Va por México, Coalición Fuerza y Corazón por México fueron en realidad el bote salvavidas para dos partidos en pleno hundimiento que buscaron apoyarse en la relativa capacidad de la derecha tradicional para mantener a su electorado cohesionado alrededor del PAN.
Al parecer, la dirección panista subestimó el descrédito priista, aunque siempre hubo numerosas señales de alerta sobre ello. No sólo era el partido con mayores negativos (superiores al 50%) en las encuestas —es decir, el partido por el que los votantes nunca sufragarían—, sino también el que seguía una ostensible secuencia de derrotas. El PRI había pasado de controlar, antes de la transición, los 32 gobiernos estatales del páis a sólo 17 en 2006. Con todo, el control territorial de la mitad del país hablaba de que el viejo partido de estado había soportado la alternancia, y aún más cuando entre 2012 y 2015 recuperó el control de entre 19 y 20 gubernaturas. Sin embargo, la dirección panista no pudo de ninguna forma pasar por alto que para 2018 el número de gubernaturas priistas se había reducido a 18, en 2021 a sólo cuatro y, al siguiente año, al reducido control de tres. (Navarrete, 2022).
Este acelerado declive anunciaba lo que sucedió en 2024. Los tres partidos del sistema político de la transición (PRI, PAN y PRD) pasaron de aglutinar a más de 35 millones de votantes (90% del electorado) en el año del triunfo de Fox (2000), a sólo 15.9 millones (28% del electorado). Los habían abandonado más de 20 millones de electores. Si este resultado de la alianza opositora era predecible (el partido Movimiento Ciudadano lo denominó “titánic electoral”, antes de la reciente elección presidencial), puede inferirse que la dirigencia de Acción Nacional evaluó esta alianza como el único camino para aparentar fortaleza electoral. Es decir, una impostura mediática e interpartidaria para resistir la oleada obradorista que, sabían, sería incontenible. Esto explicaría la candidatura de Xóchitl Gálvez como el vehículo para no caer aún más en las preferencias del electorado. En el caso de Acción Nacional, esta estrategia contuvo en efecto la sangría de votantes, pues mantuvieron el resultado de 2018, con alrededor de 9.5 millones de votos.
La oposición vista en conjunto, con su declive interno, su pugna de facciones, su disociación cognitiva, su errática estrategia para resistir al obradorismo, así como su fusión catastrófica, explica bien que el hundimiento producido en 2018 se extendiera y profundizara, llegando a un estadío potencialmente terminal en 2024. Sin embargo, la derecha histórica representada por el PAN mantiene una fuerza significativa que se enfrenta, por último, a la crisis global del neoliberalismo, que no termina de morir como régimen de acumulación del gran capital.
El callejón sin salida del fin del neoliberalismo
El consenso hegemónico neoliberal ha muerto. El orden mundial neoliberal sigue vivo. El primero se rompió desde abajo en América Latina con una oleada insurreccional (Chile 2019, Ecuador 2000, 2019, Colombia 2019, Bolivia 2000-2005, Argentina 2001) así como por medio de un ciclo de protestas y voto popular cuyo producto son los gobiernos progresistas. También se rompió desde arriba, debido a los contradictorios efectos de la globalización neoliberal en Estados Unidos, que elevaron el descontento de fracciones del capital manufacturero, afectado por la competencia internacional del libre mercado. Se rompió desde arriba cuando los efectos del libre mercado se tradujeron en un potencial colapso planetario y climático. Se rompió cuando después de décadas de ruptura de todos los limites y contenciones al capital financiero hoy se quiere volver a meter (parcialmente) al genio a la lámpara que el neoliberalismo dejó abierta. Hoy esos capitales o fracciones de ellos están detrás de Donald Trump.
Detrás del líder naranja está el gran capital radicalizado. La desglobalización junto a la mayor y profunda desregulación que forman parte de su agenda representan en realidad un turbocapitalismo proteccionista al que ya no le importan las apariencias ni el buen comportamiento de cariz progresista que los demócratas representan. Los demócratas, respaldados por los grandes capitales “razonables”, cosechan lo que ellos mismos sembraron: capitales desbordados que se niegan a toda regulación y piensan antes en su propio interés que en el interés de clase e imperio, con lo cual están socavando de hecho el liderazgo estadounidense. Los demócratas incubaron el huevo de la serpiente personificado hoy en Donald Trump. La opción al neoliberalismo es la nueva extrema derecha “turbocapitalista” conservadora (como Bolsonaro), o libertaria (como Milei) o desglobalizadora a favor del gran capital “doméstico” y unilateral, dominante y coercitiva (como Trump).
La derecha mexicana representada en Acción Nacional fue construida como oposición leal al Revolucionario Institucional. Una vez lograda la alternancia, la mitad de su proyecto se cumplió. La otra mitad, el proyecto neoliberal, ha caído en desgracia. La emergencia plebeya del obradorismo representa su ocaso. La derecha del PAN se ha quedado sin horizonte programático por las condiciones nacionales y globales. Por ello, su impostura progresista por medio de la candidatura de Gálvez resultó un fracaso. Pero la repetición del dogma neoliberal como oferta partidaria es insostenible. Acción Nacional no puede orientarse hacia el centro, a riesgo de parecerse a Morena. Pero se negó a desplazarse a la extrema derecha como lo exigían las voces internas más iracundas. El dilema puede llevarlo a volver a ser un partido testimonial —como lo fue por décadas frente al régimen autoritario— o a la escisión, hacia la creación de una nueva derecha, cuya única opción es radicalizarse. (Campos, 2024) Es probable que la derecha mexicana ha llegado a su fin tal y como la conocíamos. Un potencial tercer escenario sería un declive del progresismo o del obradorismo, lo cual podría llevar quizá —y sólo quizá— a esa derecha al poder.
Como dijimos arriba, aunque el consenso neoliberal se ha roto, el orden neoliberal sigue vivo. Esto hace del neoliberalismo un muerto que camina. El orden neoliberal perdura por el entramado que garantiza la reproducción del gran capital, en condiciones de ventaja para los centros hegemónicos y las grandes corporaciones multinacionales. Es el eslabonamiento a una verdadera “Lex mercatoria” mundial: los tratados bilaterales de inversión (TBI), los tratados de Libre Comercio (TLC), las reglas de la Organización Mundial de Comercio (GATT, GATS), así como las reformas domésticas que le dieron autonomía con respecto del ejecutivo a los bancos centrales y lo mucho que dependen las economías del sur de las inversiones extranjeras, y por tanto del gran capital financiero, que puede arrodillar a cualquier gobierno con sus fugas y presiones. (Pineda, 2020). Es evidente, pues, que la abolición del neoliberalismo no se decreta por el presidente en una conferencia matutina.
El orden que algunos llaman “posneoliberal” es por tanto discutible y aún peor, inestable. Los gobiernos progresistas en toda América latina han cumplido la famosa frase de haber ganado el gobierno pero sin haber tomado el poder. Se despliegan en un estrecho margen sistémico. Cabe preguntarse entonces cómo se ha formado un nuevo bloque hegemónico lidereado por Morena. Es evidente que esa nueva hegemonía se ha logrado por un apoyo popular sin precedente en nuestra democracia para fuerza política alguna. Pero también se debe al necesario acomodamiento de la 4T al poder estadounidense, militar y del gran capital. La nueva hegemonía se ha logrado mediante la contradictoria real politik del apoyo e intereses de las clases subalternas, y del apoyo, tolerancia o beneplácito de los más poderosos. De eso hablará nuestra siguiente entrega.
Referencias
Campos, X. P. . (2024). Las nuevas derechas en el escenario electoral de México, 2024. Letras (Lima), 95(141), 93-107.
Chamayou, G. (2022). La sociedad ingobernable: una genealogía del liberalismo autoritario (Vol. 95). Ediciones Akal.
Gallegos, R., Guijarro, J. (2023), Quien parte y reparte ¿se queda con la mejor parte? Las derechas y las izquierda en la distribución del pastel en América Latina, 2000-2020 en Linera, Á. G., Pochmann, M., Gallegos, R, & Sader, E. (eds.). Historia contemporánea de América Latina y El Caribe. Akal.
Laval, C., & Dardot, P. (2013). La nueva razón del mundo. Editorial Gedisa.
Navarrete, J. P. (2022). El PRI y el PRD rumbo a las elecciones presidenciales del 2024. El Cotidiano, 38(236), 49-60.
Pineda, C.E. (2020). Gobiernos progresistas y 4T. La peligrosa política del equilibrismo.
Rodríguez, A. (2024) en Proceso.
Signa Lab-ITESO (2024).
Solano, R. (2022). PAN-calderonismo: lecciones históricas ante una década de conflictos. El Cotidiano, 38(236), 61-75.
Buen análisis. La desventaja es que las dirigencias de la 4T ni dirigen y por lo tanto, falta estructura y capacidad en las masas de ubicarnos en nuestra historia de forma materialista.